Artículo publicado en el número especial de SoccerManía "Los 10 mejores equipos de la historia"
Por PABLO ARO GERALDES
La polémica da vueltas sobre sí misma: Pelé o Maradona, Maradona o Pelé. ¿Quién fue el mejor jugador de todos los tiempos? La respuesta se circunscribe a los dos monstruos de Brasil y Argentina. Por allí se puede sumar la voz de algunos veteranos europeos o colombianos que dan su voto por Alfredo Di Stéfano. Pero en la Argentina, los abuelos levantan la mano para sumar un nombre al que señala como “mucho mejor que Maradona”: El Charro Moreno.
El apodo de Charro se popularizó a partir de su regreso del fútbol mexicano, pero los hinchas argentinos ya lo identificaban así gracias la gran cantidad de películas mexicanas que suplían la baja producción estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. Pedro Infante, Jorge Negrete y Cantinflas le resultaban tan familiares como los ídolos del césped de cada domingo.
Si los hombres de más de 75 años hoy siguen elogiando a Moreno, es en gran parte por lo que demostró en el River Plate de los años ’40, el que pasó a la posteridad por el apodo de La Máquina, el equipo perfecto. Ídolo desde 1935 con la camiseta de la banda roja, fue “gracias” a un hecho que lo tuvo como protagonista cómo empezó a gestarse el quinteto delantero que es referencia ineludible hasta hoy.
Figura convocante de multitudes y de gran ascendencia entre sus compañeros, Moreno fue multado por los dirigentes por lo que entendían una mala actuación ante Independiente, en 1939. Todo el plantel hizo causa común con él y se declaró en huelga. Por varias semanas el equipo titular no salió a la cancha y tuvieron que debutar varios juveniles. Ángel Amadeo Labruna se afianzó y Moreno tuvo que pasar al puesto de entreala derecho.
En los años siguientes los nombres de lo que sería La Máquina empezaron a alternar en el equipo, hasta que se produjo el debut del quinteto mágico, una tarde de 1941, en el match ante Platense: Deambrosi, atacante fijo en la ofensiva riverplatense, no podía jugar y en su lugar haría su estreno un juvenil llegado de Racing, donde lo hacían jugar como defensa. Cesarini le vio “pinta” de delantero a ese flaquito casi debilucho. Se llamaba Félix Loustau y se integró a una línea ofensiva que marcaría por siempre al fútbol argentino, un rosario de cinco nombres que ya son uno solo: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau.
River Plate estuvo invicto desde el 6 de julio de 1941 hasta el 14 de junio de 1942. Nadie dudaba: se estaba gestando un equipo impresionante. Acumulaba todas las virtudes: generaba espectáculo con su facilidad para hilvanar jugadas y llegar a la zona de definición. Con semejante marcha arrolladora, obviamente fue campeón en 1941 y en 1942 consiguió el segundo bicampeonato de su historia. Ese año es clave, fue entonces cuando comenzó a gestarse el mito. En ese 1941 jugaron los cinco juntos solamente ese encuentro ante Platense, que ganaron 1-0. Sus maravillas todavía no habían sido bautizadas. Era el amanecer de uno de los equipos más formidables que recuerda la historia del fútbol argentino, un cuadro tan ganador y efectivo como comprometido con la estética del espectáculo, tal como lo manda la escuela riverplatense.
El 7 de junio de 1942 River Plate goleó a Chacarita Juniors 6-2 en su vieja cancha de Villa Crespo. Borocotó, el seudónimo del periodista estrella de la revista El Gráfico, tituló: “Como una máquina jugó el puntero”. Desde esa fecha, comenzó a llamarse La Máquina al quinteto ofensivo, aunque esa tarde no estaban los cinco que quedaron en la historia.
Alcanzaron un grado de sincronización tan elevado que podría decirse que jugaban de memoria. Como enfilaban al área tirando paredes Moreno y Pedernera desde la derecha mientras limpiaban la cancha de rivales. O cómo empezaban por el ala izquierda las figuras poco agraciadas de Labruna y Loustau, entrecruzando posiciones, mareando adversarios. Tenían el desborde por la raya derecha y el centro atrás típico de Muñoz; las gambetas y el despliegue incansable de Loustau; la cortada de Pedernera y la entrada en diagonal del Feo Labruna, que se acercaba al área acelerando, preanunciando el gol. Las tribunas acompañaban de pie sus piruetas, sus movimientos de relojería que no respondían a ninguna lógica.
Labruna fue el gran goleador del fútbol argentino, detrás de Arsenio Erico, paraguayo de Independiente. Moreno y Pedernera marcaban el ritmo de juego sobre la base de la WM, el sistema imperante.
La cima la tocó la tarde de 1942 en que se coronó campeón en La Bombonera, el magnífico estadio de Boca Juniors, con un empate en dos tantos, (ambos de Pedernera) tras ir perdiendo por dos goles y con un hombre de menos. Dirigido por Renato Cesarini, River Plate exhibió siempre un envidiable estado físico, aunque ningún factor estuvo nunca por encima de la calidad de los hombres que ingresaban al campo de juego. En el equipo de los años 40 sobresalieron varios jugadores, no sólo en la ofensiva sino también en la defensa: Yácono, Vaghi y Ferreira. El ritmo de las Copas del Mundo cada cuatro años se alteró por los horrores de la guerra. Suena a adivinación, pero ¿qué hubiese sido de la Selección Argentina si se hubiesen disputado los campeonatos de 1942 y 1946? Con aquella delantera de la Máquina el combinado celeste y blanco pudo haber marcado historia en el planeta entero, no solamente en los campeonatos sudamericanos. Peucelle y Deambrossi alternaban en la delantera con gran asiduidad, pero La Máquina eran ellos cinco. Vale repasar los nombres uno a uno:
Juan Carlos Muñoz era el puntero derecho, “la quinta pata” de La Máquina como solían señalarlo. Gambeteador, hábil y veloz, siempre estuvo a la sombra de los otros cuatro miembros del ataque. Cuando se recuerda a Muñoz siempre su nombre necesita esa seguidilla de apellidos.
José Manuel Moreno era el Crack, con mayúscula. De notables condiciones técnicas, habilidoso, creador, armonioso en sus movimientos, con capacidad goleadora y formidable cabezazo. En la Primera División argentina sumó casi 200 goles. En 1944 se marchó a México para integrar el España. Volvió en 1946 para regocijo de los riverplatenses. Era, además, un gran personaje de la noche y la bohemia, un eximio bailarín con dotes de galán.
Adolfo Pedernera era El Maestro, un delicado caudillo con personalidad fuerte y fineza en el pie derecho. Es una leyenda del fútbol que en el torneo de 1942 marcó 23 goles, nada menos, y después de más de una década en River Plate recién perdió su puesto con la aparición de un rubio jovencito que daría que hablar: Di Stéfano.
Ángel Labruna era un técnico dentro del campo de juego, con un aprendizaje de tribuna. Los hinchas lo amaron y terminaría siendo el ídolo indiscutido a través de los tiempos y un referente a la hora de hablar de las grandes glorias del club. Ser el máximo goleador de la historia de los clásicos River-Boca (16 tantos) le valió de por vida un sitio en el máximo pedestal de la idolatría riverplatense.
Félix Loustau, con sus medias caídas y su andar desgarbado fue un puntero izquierdo excepcional, un artista de la pelota. Genial inventor de jugadas, intuitivo y efectivo, marcó 101 goles con la camisa abotonada (y generalmente desabotonada) de River de los años 40.
A los cinco los llamaban también Los caballeros de la angustia, porque dominaban, dominaban y dominaban al rival pero recién remataban los partidos en los últimos minutos. La Máquina fue el paradigma del fútbol espectáculo. Sus engranajes funcionaron al unísono entre 1941 y 1946. Su juego además de bello fue siempre efectivo: no bajaron nunca del tercer puesto (1946). Habían sido campeones en 1941, 1942 y 1945 y subcampeones en 1943 y 1944. Ícono ineludible de la memoria genética del fútbol argentino, La Máquina sin embargo fue algo muy esporádico. Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau jugaron juntos nada más que 18 partidos oficiales, en los que redondearon un promedio de un gol por partido.
La estética no puede explicarse desde las estadísticas. Por eso su recuerdo permanece arriba en épocas donde la “efectividad” vale más que la estética. El 17 de noviembre de 1946 salieron juntos por última vez a una cancha. Esa tarde se apagó La Máquina y empezó el mito.
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