Artículo publicado en la revista El Gráfico, en febrero de 2013.
Por PABLO ARO GERALDES
Hay jugadores cuyo apellido suena extraño si se lo cita en soledad. A René Pontoni le pasó, porque quedó unido para siempre en medio de esa trilogía Farro-Pontoni-Martino, cargada de musicalidad en la pronunciación, y de voracidad goleadora en el recuerdo.
Era un pibito de 7 años cuando murió su padre Hermenegildo, un tano que se había afincado en Santa Fe. No le faltaba el pan a los Pontoni, pero desde ese día, su madre Lucía, él y sus cuatro hermanos tuvieron que salir a pelearla para mantener el almacén familiar. René tuvo que recorrer las fincas y granjas con una canasta y comprar huevos. Allí surgió su primer apodo, cuando, de regreso a casa, dejaba la mercadería a un costado del montoncito de ropa que hacía de arco en los picados. Huevo y la familia vivían frente al estadio de Unión, pero por empuje de su hermano Juan Alberto, ingresó en el club rival, que por entonces era Gimnasia y Esgrima de Santa Fe. Corría 1934.
Desde ahí saltó al seleccionado santafesino, que jugaba el Campeonato Argentino. La pregunta empezaba a correr por las tribunas: “quién es ese gordito que juega de centreforward?”. El mismo contaba: “¿Sabés cuánto pesaba entonces? Como ochenta kilos. Era grandote, pero ganaba con la habilidad, me sacaba fácil a la gente y además metía goles”.
Ya despuntaba su estilo elegante, ese que el periodista y poeta Osvaldo Ardizzone asoció a su nombre: “René... Y hasta la musical fonética de su nombre suena como asociada a la pinta de galán francés. Como si en la caprichosa ocurrencia del bautismo ya jugara el presagio de ese dandy metido a jugador de fútbol”.
En 1941 Newell’s Old Boys compró su pase por 12 mil pesos, luego de que él rechazara ofertas de Boca y Peñarol. Tuvo que debutar con la cabeza rapada, porque estaba haciendo el servicio militar. “Bajé de peso y andaba como una bala. Fue la mejor época de mi carrera como jugador: con Belén, Cantelli, Morosano, Ferreyra; con Perucca, con Sobrero... Se jugaba un fútbol bárbaro, así como me gustaba a mí, de diversión”, recordaba tras su retiro en las páginas de El Gráfico.
Pronto lo compararon con el paraguayo Arsenio Erico, máximo goleador del fútbol argentino, y las puertas de la selección se le abrieron en 1942, cuando debutó frente a Uruguay: fue 4-1 con dos goles de Pontón.
En la estadística queda como el futbolista de Newell's con el máximo promedio histórico de gol, totalizando 67 tanto en 110 encuentros (0,61 %). Quienes lo conocieron, siempre destacaron su personalidad jovial, alegre, contagiaba entusiasmo. “Llegué a Buenos Aires para el 45 y me fui a vivir por Flores, a la pensión de “La Gringa”, una señora macanuda que también daba de comer. Cuando ella se mudó a Charcas y Pellegrini también me fui para allá. Siempre andaba por el centro... Empecé a ganar amigos, me gustaba la ciudad”, le confiaba a Ardizone, que remataba el párrafo: “Los años viejos de Maipú y Corrientes, el legendario estaño de Pichín y, enfrente, la milonga eterna del Marabú con todo aquel piante tanguero de las muchachas nocturnas...”.
No había inflación en 1945, pero los 12 mil pesos pagados por Newell’s se transformaron en 100.000 cuando lo vendió a San Lorenzo en una operación récord. Al llegar se encontró con Armando Farro y Rinaldo Martino para tirar paredes, hacer pisadas, amagues, gambetas, tacos y alguna que otra rabona, y elaborar esos goles que entraban besando los palos, inflando la red a veces, acariciándola otras.
San Lorenzo ya era el Ciclón, pero en ese 1945 empezó a cambiar su fisonomía de juego a partir de un ideólogo genial: “el virtuoso conductor de ese cambio que transformó el Ciclón en un tempo del fútbol alegre y chispeante fue justamente René Pontoni”, en palabras de Juvenal, otra pluma elevada de El Gráfico.
“Anduvimos bien... La del 46 fue una buena época mía. Farrito saliendo de atrás y Martino y yo adelante. Lo más destacado de todo es que se tocaba la pelota con velocidad. Era la entrega cortita pero veloz, casi de primera, sobre todo cuando ya pasábamos los tres cuartos de cancha. Hago una comparación: La Máquina de River fue lo mejor que vi como fútbol puro, pero con un toque de pelota más pausado, o con los pelotazos que ponía Adolfo (Pedernera) con la mano... En cambio nosotros, aunque la tocábamos más corta, le imprimíamos más velocidad, más sorpresa. Esa era nuestra clave, matábamos”, definía el propio Pontoni.
En 1946 San Lorenzo fue campeón con 90 goles en 30 partidos. El número refleja la contundencia ofensiva azulgrana pero no alcanza para expresar la belleza de su juego sutil y demoledor a la vez.
“Me preguntaban si preparábamos algo con Martino y Farrito. No. Se hablaba un poco antes del partido, pero todo salía solo. Yo sabía lo que iba a hacer Farro; Martino lo que pensaba yo. Y yo adivinaba lo que se le ocurría a él. Llega un momento en que de tanto conocer a tus compañeros podés jugar sin mirar”, explicaba.
En diciembre del 46, como premio por el título San Lorenzo salió de gira por España y Portugal. “Si íbamos por todo el mundo, no nos ganaba nadie. ¡Calculá que marcamos 41 goles en ocho partidos”, reseña, pero no podía dejar lo extrafutbolístico: “primer partido con nieve, contra el Atlético Aviación (hoy Atlético de Madrid). Lo que era estar en Europa en esos años, y encima soltero”.
El tour tuvo su clímax: el 6-1 sobre la Selección Española. “Fue la exhibición más grande que se había visto allá hasta entonces. Gritaban ‘Ole’, como en los toros... llegamos a tener la pelota 15 minutos seguidos”, repasaba.
Luego de golear a España, René salió de compras por Madrid. Ante una vidriera se detuvo al ver que tenían su cognac favorito. Al pedirle dos botellas, el dueño advirtió su acento y le espetó: “¿Usted no es uno de esos tíos argentinos que le han metido seis goles a la selección? ¿Esos del San Lorenzo?”. Casi con temor, respondió afirmativamente, y el señor saltó, efusivo: “pues, qué va, hombre... Va usted a permitirme que le obsequie estas dos botellas, entonces... No me debe nada, el agradecido aquí soy yo. Que ya le contaré a todos mis amigos que ha estado usted en mi modesta tienda. Ustedes sí que me han divertido en el estadio... ¡Nunca he visto nada igual, hombre!”.
Su personalidad vital, divertida, saltaba en cada anécdota: en España, una noche le pidió permiso para salir de la concentración a Domingo Peluffo, que encabezaba la delegación. Ante la negativa del dirigente (que luego presidiría la AFA), prometió: “Si me deja salir, mañana hago dos goles para usted”. ¿Cómo siguió la historia? Sí, salió, a la tarde siguiente San Lorenzo ganó, Pontoni metió dos goles y Peluffo fue al vestuario a decirle al oído: “Bueno, René, ya sabe: cuando necesite permiso para salir, pídame nomás”.
Aquel tridente ofensivo quedó grabado en la memoria del fútbol argentino y así lo analizaba él: “Creo que ni Farro ni Martino ni yo éramos veloces físicamente. Yo tenía un arranque muy lento, pero cuando entraba en carrera, entonces sí, por quince metros mantenía un pique bastante fuerte. Lo que era veloz era la cerebración, la rapidez para hacer correr la pelota. Farro hacía goles porque el petiso llegaba a pesar de salir de abajo, pero los que más estábamos allá adelante éramos Martino y yo. Nuestra cualidad más destacada era justamente definir con sorpresa: más sorpresa para fabricar el claro que para tirar”.
René Pontoni y Rinaldo Martino. |
Luego de tres temporadas espectaculares, la de 1948 será recordada por su fractura de rótula, meniscos y ligamentos de la pierna derecha. La desafortunada jugada del zaguero boquense Rodolfo De Zorzi se transformó en una anécdota divertida, gracias al buen humor de René: una semana después de la lesión, De Zorzi cayó en el mismo sanatorio, fracturado. “Me vengué en forma: mientras estuvimos internados, lo obligué a que me cebara mates todos los días”, recordaba derrochando simpatía.
Volvió para jugar en la época dorada del fútbol colombiano: Independiente Santa Fe (1949/52), después en Portuguesa, de San Pablo, en el 53 y un retorno fugaz por la reserva campeona de San Lorenzo en 1955, donde le servía goles a un pibe que prometía: José Sanfilippo. “Me acuerdo que yo le insistía al Nene: ‘Allí adentro, la cabeza fría y a ponerla en los costados. Esa, para mí, es la mejor condición de quien se siente goleador’”, resumía.
Cerró una carrera con 132 goles en 212 partidos. Un año después empezó como DT, una actividad que lo llevó por Newell’s, El Porvenir, Almagro, Tigre, Sportivo Italiano y The Strongest, en Bolivia. Se desvinculó a fines de 1968 y al año siguiente el equipo paceño murió en un accidente aéreo recordado como “la tragedia de Viloco”, que se llevó la vida de 17 jugadores.
“Extraño al fútbol, porque fue mi gran berretín y porque jugué más o menos bien. Porque lo quise. Porque no hay otra forma de triunfar en algo que queriendo. Tenés que sentir, tenés que creer en lo que hacés”, confesaba en 1975, cuando una encuesta de El Gráfico lo consagró como el mejor 9 de todos los tiempos del fútbol argentino. Por entonces, atendía la cantina ‘La Guitarrita’, junto a su socio y concuñado Mario Boyé.
El 14 de mayo de 1983, a los 63 años, un infarto se lo llevó a gritar los goles eternos. En el recuerdo resaltan las palabras de Juvenal para René Pontoni: “el centrodelantero más fino, elegante, armonioso, sutil y brillante de toda la historia del fútbol nacional”.
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