Fragmento del segundo capítulo del libro "Vélez Sarsfield - El Fortín", editado en 2000 por Atlántida
Por PABLO ARO GERALDES
En los recuerdos del hincha de Vélez Sarsfield quedarán para siempre las atajadas y los goles del paraguayo José Luis Chilavert, las atropelladas del Turquito Asad y las proezas de todos los jugadores que llenaron de trofeos las vitrinas del club. Perdurarán también los interminables festejos de los goles de Carlitos Bianchi, la potencia y la categoría del cordobés Willington. Los veteranos revivirán las hazañas de Rugilo y los más antiguos hablarán maravillas de Victorio Spinetto. Todas las generaciones de velezanos -de ayer, de hoy y de siempre- admirarán la obra inigualable de Don “Pepe” Amalfitani. Pero Vélez Sarsfield es mucho más que sus ídolos, sus grandes hombres, sus trofeos y su camiseta victoriosa. Antes que todo eso, Vélez Sarsfield es un romance de barrio, un sentimiento que solamente pueden explicar quienes hayan transitado la geografía del oeste porteño. Desde la fundación en la vieja estación Floresta -que los libros señalan con el nombre de Vélez Sarsfield-, pasando por la época heroica de Villa Luro y la etapa decisiva de Liniers, hasta este poderoso presente: todo aquel que creció caminando por las calles de estos barrios sabe de qué se trata.
Es la fuerza, el empuje y la esperanza de los inmigrantes italianos que se afincaron a la vera del arroyo Maldonado; es el trabajo sin descanso de los gallegos que llegaron a la América a probar suerte y se quedaron para siempre. Es también la unión de los criollos afincados en una zona que no podía presumirse de urbana. Entre todos edificaron un sueño. Un sueño que nació el 1º de enero de 1910 y que en noventa años creció junto al empedrado, los tranvías, los lecheros y continúa pujante, surcado por una autopista, modernos edificios y comercios, y que se proyecta al futuro de la mano de Internet.El gran ejemplo de un pionero
Hijo de inmigrantes italianos, Amaltitani aprendió de su padre el oficio de la construcción. No legó a terminar el sexto grado que por entonces marcaba el fin de la instrucción primaria, pero jamás se avergonzó de ello. “Le voy a explicar por qué -le contaba a El Gráfico-; yo iba a una escuela de Rivadavia y Saavedra. El último día de clases mi maestro me dejó en el aula, castigado, mientras todos los demás estaban en la fiesta. Yo agarré una tiza y puse en el pizarrón una serie de frases contra el maestro. Claro que no podría repetir esas frases porque le cierran la revista. Lo cierto del caso es que después de escribirlas me fui del colegio y nunca más volví. Pero aquí no termina la historia. En 1915 en la esquina de Rivadavia y Segurola, me tocó hablar en un mitin del Partido Demócrata Progresista. Era para apoyar la candidatura de Lisandro de la Torre. Hablo y junto con los amigos nos fuimos hasta el comité, muy cerca de allí. Cuando llegué había un señor mayor que me esperaba. Y después de tirarme de las orejas, como en aquel último día de clases, me dijo: “Si no lo hubiera escuchado, y no lo hubiera visto, juraría que el hombre que hace una hora estaba en una tribuna hablando de política no podría ser jamás el mal alumno que yo castigué en el último día de clases”. Nos abrazamos y nunca más lo vi”.
Corría 1913 cuando Amalfitani se sumó a ese grupo de pioneros que habían fundado Argentinos de Vélez Sarsfield tres años atrás. Como testigo privilegiado para contar su historia estaba Nicolás Marín Moreno -uno de los fundadores-, quien en una nota publicada en 1965 en La Prensa, recordaba: “Yo lo conocí a Amalfitani en 1912 cuando andábamos por los 17 años, pero poco antes, tres pibes decidimos formar un club que llamamos Argentinos de Vélez Sarsfield. Eramos Carlos Guglielmone, Martín Portillo y yo. Y me acuerdo que fue en una tarde lluviosa cuando nos reunimos en el túnel de la vieja estación Vélez Sarsfield. Compramos un sello de un peso e instalamos la secretaría en el sótano de mi casa, en Bonifacio 3816, donde nos alumbramos a vela. Enseguida entraron mis hermanos Antonio y Plácido. El primer presidente fue Luis Barredo y el segundo mi hermano Plácido, quien le dio impulso sin tener cancha. Al año nos vinculamos con un grupo de gente entre los que se encontraba Amalfitani, que era un muchacho un año menor que yo. El tercer presidente fue D'Elías, que era un vecino. Y después lo remplazó mi hermano Antonio. En 1916 fue elegido Amalfitani por primera vez”.
La Argentina cumplía su primer siglo de vida como país independiente cuando se fundó el club. En 1922 Amalfitani asumió la presidencia y en su primer mandato estrenó la cancha de Basualdo 436. Mientras trabajaba como periodista en el diario La Prensa, comenzó la construcción de una tribuna de madera y emitió bonos para cubrir los 16.000 pesos de su costo. Se realizó también la primera suscripción de socios. Siempre en un marco de austeridad que nace desde el propio ejemplo. “Estábamos muy cerca de la calle Rivadavia -relataba Amalfitani-. Me acuerdo que el partido final del ascenso, inolvidable para mí, fue contra Defensores de Belgrano y perdimos 3 a 2. Pero ese día pasó algo: cuatro de nuestros jugadores vivían en Pompeya y como llegaban tarde al partido se tomaron un taxi. En la puerta de la cancha le dijeron a un dirigente que pagara los tres pesos con cincuenta centavos que marcaba el taxi. El dirigente los pagó. Pero después del partido yo les desconté del premio, que era de tres pesos, la parte proporcional del taxi”.El nuevo Fortín
Una vez sostenido por el apoyo de los dirigentes, firmó un convenio con el ferrocarril para alquilarle los terrenos que hoy se extienden a lo largo de la autopista, junto al estadio. Tenía un compromiso de compra pasados los diez años. El lugar estaba, pero no podía decirse que era un terreno: era un bañado, un zanjón del arroyo Maldonado, en Barragán y Gaona. En algunos sectores el agua superaba el metro de profundidad. Para rellenarlo hicieron falta los escombros y la tierra volcada por infinidad de camiones.
Amalfitani, maestro mayo de obras, le ponía el cuerpo a la construcción del estadio |
Don “Pepe” mandaba a los socios a la avenida Juan B. Justo para que desviaran hacia la futura cancha los camiones volcadores que venían cargados con tierra extraída de la costrucción de la General Paz y la descargaban allí para que el terreno se nivelase. Entre esas piedras y terrones estaban la dignidad y la grandeza de un hombre comprometido con su club. Cada cascote tenía la importancia de una piedra fundacional, porque era conseguido con esfuerzo y coraje, robándole horas al descanso, a sus afectos más íntimos. Claro que el pionero no estaba solo. Junto a él, muchos socios se arremangaron y fueron a levantar tablones, a cargar ladrillos, a empuñar una pala.
El 22 de abril de 1951 aquel bañado con juncos y ranas lucía muy distinto. Ese día, con las flamantes tribunas colmadas, Vélez estrenó su fortín de cemento y venció a Huracán por 2 a 0.
El estadio, como lucía en 1951 |
Cuando Vélez se consagró campeón por primera vez, en 1968, Amalfitani ya estaba gravemente enfermo, pero alcanzó a disfrutar la conquista de aquel equipo brillante. El 14 de mayo de 1969 se durmió apretando un sueño. El de ver a su Vélez en lo más alto del planeta. Veinticinco años después el sueño se hizo realidad y Vélez fue campeón del mundo.
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