martes, 17 de diciembre de 2024

San Lorenzo, Huracán, Ferro y Vélez, con alma porteña

La primera década del siglo XX vio nacer en la ciudad de Buenos Aires a clubes que alcanzarían la gloria y trascenderían hasta nuestros días. San Lorenzo de Almagro, Huracán, Ferro Carril Oeste y Vélez Sarsfield son cuatro grandes exponentes del fútbol de la capital argentina. Aquí repaso su origen y crecimiento.

Base del podcast El origen de los colores, de Radio Nacional.

El año 1908 marcó para siempre a una zona de la Capital, desde el centro hacia el sur. Fue cuando nacieron dos clubes vecinos, destinados a ser un clásico de barrio que pronto trascendería las fronteras de la ciudad: San Lorenzo de Almagro y Huracán.

Un piberío de clase media baja, mezcla de criollos e hijos de inmigrantes, se juntaba a jugar a la pelota en la esquina de México y Treintaitrés Orientales, en Almagro. Se les ocurrió crear un club y a la hora de ponerle un nombre pesó más que ninguna otra opinión la idea de Juancito Monti, que era el dueño de la única pelota que tenían: Los Forzosos de Almagro. Imponía respeto y hacía alusión al barrio. ¿La sede? Una piecita del fondo en la carbonería de los Monti… sí, el dueño de la pelota hacía pesar ese privilegio.

El cura Lorenzo Massa junto a los
pibes de Almagro
Pero esa denominación duró poco y la leyenda apunta a la capilla San Antonio, en México entre Treintaitrés y Artes y Oficios (hoy Quintino Bocayuba), a metros de la esquina en la que se juntaban los chicos a pelotear. Parece que Juan Abbondanza, uno de esos “forzosos”, casi fue atropellado por un tranvía de la línea 27 cuando iba detrás de la pelota. No fue nada, pero se pegaron un lindo susto, entre ellos el padre Lorenzo Bartolomé Martín Massa, un cura salesiano que estaba a cargo de la parroquia y llegó a ver el peligro que corrían los pibes jugando en la calle. Les propuso a los muchachitos que podrían seguir haciendo sus desafíos en el fondo de la iglesia. Eso sí, debían asistir a misa y les expresó que no le gustaba esa denominación de “Forzosos de Almagro”.

Lo pensaron y el 1º de abril de aquel 1908, luego de un partido le pidieron al padre Lorenzo un aula de la capilla para realizar una asamblea de socios, que eran ellos mismos. Invitaron al sacerdote y se establecieron varios puntos históricos: Antonio Scaramusso fue elegido como el primer presidente, se fijó su casa de Artes y Oficios al 300 como sede y lo más importante; desde entonces se llamarían San Lorenzo de Almagro, en agradecimiento al cura al que estaban “canonizando” para la posteridad. Federico Monti, uno de los socios-jugadores, compró unas camisetas borravino y blancas, pero durarían muy poco…

El padre Lorenzo se entusiasmó tanto como los pibes con la creación del club. Apoyó todos sus proyectos, puso dinero, gritó sus goles, los defendió cuando la Policía los buscaba por algún vidrio roto del vecindario, pero lo más determinante fue conseguirles un juego de camisetas rayadas azulgranas, las que se grabarían para siempre en el pecho de sus hinchas, que cada vez eran más.

Después de ganar el torneo de exalumnos de Don Bosco en 1910 y 1911 a algunos se les ocurrió cerrar el club en 1913, pero el cura redobló la apuesta: los inscribió en la Asociación Argentina. Jugaban por entonces en el Parque Chacabuco y en 1914 ganaron el ascenso a Primera al vencer 3-0 a Honor y Patria, de Bernal.
En 1915 San Lorenzo de Almagro llegó a la Primera División

Durante ese 1915 hicieron de locales en Martínez, pero la popularidad crecía tanto que necesitaban una cancha, un lugar propio. Volviendo al barrio siguieron boyando, primero en un terreno de Juan Bautista Alberdi y José María Moreno y luego en otro de José Mármol entre México y Venezuela. Y de nuevo las vinculaciones del padre Lorenzo lograron lo que parecía tan difícil: consuguió que les alquilaran un terreno en Avenida La Plata al 1700 que pertenecía en partes al Colegio María Auxiliadora y a la familia Oneto. Era un descampado irregular, con una loma de dos metros en el medio, pero se podrían a trabajar para allanarlo, plantar el césped, construir la casilla para los vestuarios, alambrar el perímetro y levantar una tribunita de tres escalones, para unas cien personas. El propio Scaramusso puso 400 pesos de su bolsillo, una suma muy fuerte.

El 7 de mayo de 1916 lo estrenaron con una victoria 2-1 sobre Estudiantes de La Plata. Todavía no le decían “El Gasómetro”; en los años ’20 se amplió gracias a la gestión del dirigente Pedro Bidegain y una inmensa cantidad de socios que se seguían sumando. 
El Gasómetro en 1950... El Wembley porteño
El estadio fue creciendo hasta convertirse en uno de los elegidos por la Selección Nacional hacia fines del amateurismo y las primeras décadas del profesionalismo, iniciado en 1931. Por 63 años ese reducto de Boedo vibró con lo mejor del fútbol argentino hasta que durante la dictadura cerró sus puertas tras el empate sin goles con Boca el del 2 de diciembre de 1979. Dos años más tarde fue demolido y se levantó allí un supermercado.

“Santos”, siguiendo el origen religioso. Pero desde el campo de juego también surgieron nuevos apodos como “Chacareros”, por aquel plantel de 1933 con tantos jugadores del interior que pronto pasaron a ser los “Gauchos de Boedo”; “Carasucias” por aquel grupo de chiquilines del club entre los que resaltaban Veira, Dobal, Areán, Casa y Rendo… o “Matadores”, como se etiquetó al equipazo de 1968.

El peregrinaje por diferentes canchas y hasta el descenso de 1981 lejos de desalentar al pueblo sanlorencista lo unió más. En 1993 inauguró su “Nuevo Gasómetro” al que bautizó “Pedro Bidegain” y allí también vivió nuevas horas de gloria, culminadas con la conquista de la ansiada Copa Libertadores de América, en 2014. Pero aún cuando toda una generación deliró por casi tres décadas en el escenario del Bajo Flores, en el alma de los hinchas está latente el sueño de volver a Boedo. Y aunque el desafío económico sea colosal, ya se ilusionan con la inauguración del estadio al que llamarán “Papa Francisco”, en ese mismo solar de Avenida La Plata donde página a página escribieron su rica historia de grandeza.

Huracán y San Lorenzo, protagonistas del 
"Clásico de Barrio más grande del mundo"

Esa barriada del sur porteño tiene un clásico que envidiarían en muchos países. Es que la rivalidad con los vecinos de Huracán ya lleva 114 años. El club del globito tiene unos inicios con pinceladas de realidad y de leyenda que vale recorrer.

En verdad cinco años antes, allá por 1903, ya estaba rondando en José Laguna y Alberto Rodríguez la idea de crear un club. Otros historiadores sitúan a mediados de 1907 la reunión de un grupo de muchachos de Nueva Pompeya, alumnos del Colegio Luppi, sesión que no dejó actas ni una sede precisa, pero nombró a Agustín Caimi como primer presidente. ¿De qué club? ¿Cómo se llamaba? El nombre tiene toda una historia detrás. La primera moción triunfal fue la de “Verde Esperanza y no se Pierde”. Enseguida, desbordados por el entusiasmo, juntaron dos pesos con cincuenta y se fueron para la librería del tano Richino, en Avenida Sáenz y Esquiú, para encargar el sello, ya que para ser considerados un club de verdad además de una sede y una pelota necesitaban un sello de goma.

Al librero no le gustó el nombre, le pareció demasiado largo y complicado para meter en un sello, y les sugirió el de una marca de útiles escolares que vendía: Huracán. Enseguida lo aceptaron y se lo encargaron. Y será porque su castellano no era perfecto, por distraído o para hacerlo más rápido el sello que les preparó decía “Uracán” sin hache. Sí figuraba bien la dirección: Calle Ventana 859. A los pibes no les importó demasiado la ortografía y lo aceptaron.

El domingo 1º de noviembre de 1908 es la fecha que fijaron para la fundación, en la casa de Ernesto Dell’Isola. 

Huracán, con el globo como insignia, en 1914

Jorge Newbery ya era un héroe del deporte y pionero de la aviación nacional, especialmente desde que en 1907 cruzara el Río de la Plata piloteando el globo Pampero. Dos años más tarde de esa hazaña, el nombre Huracán redoblaría su fama, porque el Aero Club Argentino compró en Francia un globo aerostático al que trajo y bautizó, justamente, Huracán.

El país entero estuvo pendiente de su primer vuelo, el 30 de agosto de 1909, al mando de Newbery. Fue tal el impacto que produjo que el club decidió incorporar la silueta del globo en rojo sobre la camiseta blanca como su propio emblema… para siempre. Newbery, que además había sido nombrado presidente honorario, estaba agradecido y feliz con semejantes distinciones, facilitó la gestión para conseguir el terreno en la calle Arena (hoy Almafuerte) y en 1912 Huracán pudo debutar en Tercera División de la Asociación Argentina. Salió campeón, subió a Segunda y al año siguiente trepó a Primera. Para el debut en la elite, el 2 de agosto de 1914 inauguró la nueva cancha en Avenida La Plata y Chiclana. Desde 1916 y hasta 1921 esa arteria acrecentó la rivalidad de los vecinos: Huracán y San Lorenzo forjaron un clásico de barrio que se extendió más allá de la geografía de Buenos Aires.

Pero el alquiler de ese predio era muy caro y debieron dejarlo. Hasta que en 1923 inauguraron su nueva cancha en Amancio Alcorta y Luna, de donde no se irían nunca más. Allí mismo inauguraría en 1949 el estadio de cemento de un bellísimo estilo art-decó, que desde 1967 lleva el nombre de Tomás Adolfo Ducó.
La tarde inaugural del estadio Tomás Ducó. Huracán celebró con un 4-3 sobre Boca Juniors.

El Parque de los Patricios todavía no le había prestado su nombre a toda esa zona de los Corrales Viejos o Mataderos al Sur, como se la llamaba. También era “la quema”, donde se incineraba la basura porteña, la que les dio el apodo de “quemeros” que portan con orgullo.

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Si la historia de los clubes argentinos estuvo fuertemente enlazada a la extensión de las vías férreas, no podía estar ajena la línea Sarmiento. Claro, recibió ese nombre cuando fue nacionalizada en 1947; hasta entonces se llamaba Ferrocarril Oeste. Sí, como el popular club de Caballito, en el centro geográfico de la capital. Allí, en la misma ubicación que ocupa hoy, nació en 1904 el Club Atlético de los empleados del Ferrocarril Oeste de Buenos Aires. Un nombre demasiado largo que enseguida acortaron hasta el que conocemos. Con el impulso de los directivos ingleses, Ferro gozó de privilegios desde su fundación: porque una vez que abrevió su nombre no lo cambió nunca más, como tampoco jamás abandonó las tierras lindantes a las vías de la estación Caballito, desde la calle Cucha Cucha hasta Avellaneda siguiendo hasta Fragata Sarmiento.

Ferro Carril Oeste en 1907, con camisetas borravino
con mangas celestes. El verde llegó en 1911.
Todo tenía origen ferroviario. La casilla que haría de vestuario la levantaron con maderas de cajas en las que venían embaladas desde Inglaterra las piezas para las locomotoras. Para la inauguración, en diciembre de 1904, el ingeniero David Simson donó una copa de plata como premio para la cinchada, una competencia también tradicional entre los llegados del Reino Unido. Se disputó todos los fines de año hasta 1912, cuando fue reemplazada por una partido de fútbol entre empleados británicos y argentinos.

Los colores ingleses estuvieron en la primera camiseta, en realidad una camisa blanca con una franja roja de siete centímetros de ancho que le cruzaba la espalda. Duró poco y en 1907, después de un amistoso con marineros británicos decidieron adoptar el diseño del Aston Villa, de Birmigham: borravino con mangas celestes. Después de cuatro temporadas sin buenos resultados, decidieron cambiar de nuevo y se inspiraron en el verde que dominaba el barrio, lleno de quintas y árboles. Además, en el lenguaje ferroviario el verde es “vía libre”, un buen augurio.

La historia que siguió tuvo a Ferro siempre con camiseta verde y vivos blancos, en variadas combinaciones que llegaron a la audacia de los rombos y las rayas horizontales. Ese verde distintivo que se adueñó del centro geográfico de la ciudad derivó en el apodo, poco inspirado por cierto, de “verdolagas”. Así se les decía, desde su aparición en 1897 a los billetes de 10 pesos nacionales, impresos sobre un papel gris verdoso. Aunque la moneda sufrió sucesivas devaluaciones a lo largo de las décadas que vendrían, los jugadores y simpatizantes de Ferrocarril Oeste seguirían siendo, a mucha honra, “Verdolagas”.

Ferro - Vélez, el clásico del oeste en 1981.

Siguiendo hacia el oeste por las vías de Sarmiento se llega a Floresta, Villa Luro y Liniers, barriadas que quedarían emparentadas por una pasión común: Vélez Sarsfield.

Cuenta la historia que llovía con ganas aquel 1º de enero de 1910. Argentina se asomaba al año de su Centenario y un grupo de tres chicos tuvo que guarecerse del chaparrón bajo el túnel de la estación Floresta. Nicolás Marín Moreno, Julio Guglielmone y Martín Portillo decidieron allí que querían crear un club para practicar fútbol. Cuando el aguacero menguó su intensidad fueron hasta la casa de Marín Moreno donde varios jóvenes más se les unirían para fundar por escrito el que llamaron Club Atlético Argentinos de Vélez Sarsfield. En ese acto designaron a Luis Barredo como presidente.

Un terreno delimitado por Provincias Unidas (hoy Juan Bautista Alberdi), José Bonifacio, Mariano Acosta y Ensenada sirvió de cancha y unas camisetas blancas, que todos tenían, fue su primera divisa. Algunos pidieron que les cosieran puños y cuellos rojos oscuros, para distinguirse más. Eso tono inicial cambió en febrero de 1912, cuando en una tienda de Provincias Unidas y Rafaela compraron camisetas azul marino con vivos blancos. Lo futbolístico iba en crecimiento: en 1913 llegaron hasta la final de la Segunda División de la Federación Argentina. Cayeron ante Tigre pero estaban convencidos de que podían dar más. Ese año le quitaron el “Argentinos” a su nombre, quedando desde entonces como Club Atlético Vélez Sarsfield y mudaron su cancha a una quinta de Tapalqué entre Escalada y Chascomús, en Mataderos. Duraron pocos meses allí y en 1914 se instalaron al borde del Arroyo Maldonado, en el barrio de Villa Luro, entre las calles Víctor Hugo, Bacacay y Cortina.

En toda la zona oeste de la capital iban sumando seguidores, entre ellos muchísimos inmigrantes de ascendencia italiana. Como un lazo fuerte de identidad adoptaron entonces los colores de la bandera para su nueva camiseta: rayas rojas y verdes intercaladas por finos listones blancos.

Con el horizonte claro, los muchachos de Villa Luro siguieron escalando y en 1918 alcanzaron la Primera División. La temporada de estreno en la elite fue fantástica: debutaron venciendo a Independiente y terminaron segundos detrás del imparable Racing Club, dejando atrás a River Plate. En menos de una década ya se habían ganado el respeto de los poderosos.

Vélez Sarsfield en 1926, con los colores de
la bandera italiana
En 1923 un cronista deportivo del diario La Prensa fue elegido presidente del club. Su nombre: José Amalfitani, un dirigente sin par que marcaría por medio siglo un camino de crecimiento serio y continuo, guiado por su visión y honestidad.

En 1924 Vélez inauguró su estadio de la calle Basualdo, en la zona sur de Villa Luro, y allí se jugó, en 1928, el primer partido nocturno del fútbol argentino, gracias un extenso tendido de cables que surcaba las alturas de la cancha con 39 focos.

El inicio del profesionalismo tuvo al club entre los protagonistas y al año siguiente, el diario Crítica deslizó una palabra que sería emblema de Vélez por siempre: en la víspera del partido contra los de Boedo el periódico preguntó “¿San Lorenzo hará rendir mañana el Fortín de Villa Luro?”. No pudo, como tampoco pudo River, que fue el campeón de ese 1932. “El Fortín” quedó grabado a fuego entre los velezanos. Y habría más cambios que terminarían de moldear para siempre la identidad. Un comerciante de la zona tenía unas camisetas que unos rugbiers les habían dejado de clavo y se le ocurrió ofrecérselas al club: así el 30 de abril de 1933 Vélez estrenó el modelo blanco con una gran V azulada.

En 1940 fue golpeado por el descenso, cuando fue penalizado con un descuento de puntos por un intento de soborno. El impacto fue muy fuerte, porque además debió desalojar el terreno de la calle Basualdo. Algunos llegaron a pensar que la única opción para sobrevivir a la extinción era fusionarse con otro club. Allí recobró fuerza la figura de Amalfitani, quien integró una comisión cooperadora para sostener al club en su peor momento. Asumió de nuevo como presidente y aún se recuerda su valiente alegato: “Yo no he venido al funeral de Vélez Sarsfield. ¡Qué me importa la Segunda División o la Tercera si Vélez Sarsfield paseó su divisa triunfal por todo un continente! ¡Mientras haya diez socios, el club sigue en pie!”.

Jugando de prestado en diferentes canchas, en 1943 logró finalmente retornar a Primera, para no bajar nunca más. De hecho, detrás de Boca Juniors es el club que lleva más años continuados en la máxima categoría.

Mientras disputaba esos años en el ascenso, Vélez había recibido de los dueños ingleses del Ferrocarril Oeste las tierras del llamado “Pantano del Maldonado”, una zona inundable y que para los ingenieros resultaba muy difícil de rellenar. A Don Pepe Amalfitani no le importó. Invitaba a todas las empresas constructoras que hacían excavaciones a que volcaran la tierra y los escombros en el “pantano” junto a la Av. Juan B. Justo. Así logró lo que parecía imposible: rellenó el terreno, y levantó una nueva cancha con los viejos tablones de la calle Basualdo.
Don José Amalfitani, alma de Vélez

Ya dueños para siempre de esa parcela en Liniers, la visión y el empuje del presidente fueron más allá y el 22 de abril de 1951 se inauguró el nuevo estadio con tres enormes tribunas de cemento y torres en los ángulos, corporizando aquel Fortín surgido de la pluma de Hugo Marini en el diario Crítica.

¿Un nombre para el nuevo estadio? A nadie se le hubiera ocurrido otro que el de “José Amalfitani”, un justo homenaje para quien puso el cuerpo y el alma para concretar la envidiable infraestructura que Vélez goza hasta hoy.

Don Pepe falleció en mayo de 1969, no si antes vivir otro sueño cumplido: en el Nacional 68 pudo ver a Vélez campeón por primera vez en su historia. Un festejo que en los años 90 se volvería casi una rutina a partir de la conducción de Carlos Bianchi, quien lo llevó hasta ser campeón mundial. Una estrella dorada que brilla, orgullosa, encima del escudo de Vélez.

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