Se fue Alberto Spencer, el mejor futbolista ecuatoriano de todos los tiempos. ¿Ecuatoriano? Sí, claro, jamás renunció a su ciudadanía, estaba orgulloso de ella, aún cuando en los '60 eso significaba olvidarse de soñar con una Copa del Mundo. ¿Uruguayo? También. Aunque no nació en estas tierras, aprendió a quererlas tanto como el charrúa más charrúa.
Sí, era bien uruguayo, si hasta vistió la Celeste y fue el primero que marcó con esa camiseta un gol en Wembley, el desaparecido templo del fútbol.
Con él se quedará para siempre ese inalcanzable record de 54 goles en la Copa Libertadores, sus once temporadas con Peñarol y el recuerdo de una era gloriosa. Pero quien tuvimos el honor de conocerlo, aunque sea en el breve lapso de una entrevista, guardamos en la memoria su rasgo humano antes que el futbolísitico. “En los tiempos del gran Peñarol, Abbadie, Joya, Pedro Rocha, todos jugaban para mí -explicaba-. Yo sólo tenía que estar adentro del área y definir. Hoy el nueve casi no existe, y si existe juega tan solo que le es más difícil llegar a la red”. La humildad y la claridad del análisis eran dos sellos de Spencer.
Hablaba de su querido aurinegro y se le iluminaba la mirada: “Ese Peñarol tenía categoría y mucha escuela, porque Rocha era un talento impresionante, completo; el Pardo Abbadie, ¡por favor! otro jugadorazo con una habilidad tremenda; el peruano Joya, con un pique y una velocidad imparables, llegaba al área de manera sorprendente… En fin, un equipazo con magia y clase que convertía muchos y lindos goles. Fue un momento notable el que me tocó vivir con Peñarol y que marcó una etapa inolvidable en la historia del fútbol uruguayo y mundial”.
Claro que la marcó. El crack de dos banderas, describía las virtudes del equipo nombrando a sus compañeros, dejando de lado que él fue una de las piezas fundamentales. Era “ágil, alado, fino, eléctrico, delicado, sorprendente”, como lo definió Julio Sanguinetti, presidente honorario de Peñarol y ex mandatario de Uruguay. Hay palabras que lo definen mejor: solidario, caballero, amigo…
Su sonrisa amable, su pasión de ecuatoriano, su amor por su Uruguay adoptiva, todo se queda para siempre entre los nosotros.
En esas tardes nubladas, quizá se asome en el cielo de Montevideo, pegando un pique corto para elevarse más que nadie, poner su cabecita de oro y gritar con el alma otro gol de Peñarol.