La victoria sería una gran propaganda para el fascismo, por eso Benito Mussolini no solamente condicionó a sus jugadores sino que movió hilos en las sombras para que los árbitros “hicieran lo suyo”, como ocurrió contra la España republicana en cuartos y contra Austria en semifinales.
Italia tenía un gran equipo que giraba en torno a Giuseppe Meazza, pero este “control arbitral” asegurararía el resultado: por eso la final la dirigió el mismo Ivan Eklind que le había convalidado un gol fuera de juego contra Austria.
En el descanso del partido, un enviado de Il Duce se apersonó en el vestuario italiano y entregó al seleccionador Vittorio Pozzo una nota manuscrita que decía:
− Usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar.
Inmediatamente el entrenador se dirigió a los jugadores con el siguiente mensaje: “No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal”.
Más curioso es resaltar que Orsi marcó el empate transitorio italiano a 9 minutos del final, para ir a tiempo suplementario y que Schiavio anotó el segundo, el definitivo ante 55.000 espectadores que colmaban el estadio del Partido Nacional Fascista. Claro, el dicatador Benito Mussolini estaba en el palco y su presencia era una presión extra para el equipo anfitrión.
Finalmente consiguió la victoria y celebraron con el tradicional saludo fascista, con el brazo derecho en alto. Il Duce había logrado su propósito.
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