Por Jonatan Fabbian, desde New Jersey
La Selección Nacional llegó a la final de la Copa América 2016 llena de expectativas y con la ilusión de cortar la racha negativa que transitaban. Sin embargo, esa Selección Nacional es la misma que terminó ese torneo con Lionel Messi diciendo "se terminó para mi", anunciando su renuncia -seguramente momentánea- a seguir jugando con la albiceleste, probablemente junto a otros emblemas del equipo como Javier Mascherano y Sergio Agüero. Con posibilidades de que la lista se alargue... Pero, ¿qué pasó en el medio?
Pasaron 23 años sin títulos mayores, y pasaron tres finales seguidas -y en años consecutivos- donde la Argentina fue derrotada: Mundial 2014, Copa América 2015 y 2016. Sin dudas, esto marcó a los jugadores. Les dejó una espina que les empezó a pesar psicológicamente. El último título levantado por esta generación de estrellas argentinas, que durante el año están desparramadas por el mundo, fue en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, donde alcanzaron la medalla dorada, cuando Leo era apenas un pibe de 20 años.
Esta vez, en la Copa América Centenario, Higuaín, Di María y Agüero mostraron nuevamente un pobrísimo nivel en una final. Y un Messi con aceptable juego aunque falló en momentos trascendentales. Las chances más claras del partido fueron contadas con los dedos de una mano. La inmejorable oportunidad de gol de Higuaín, que tuvo un mano a mano clarísimo con el arquero chileno vencido y el arco a su disposición, pero optó por la peor opción que fue picarla a un costado ni siquiera con dirección al arco. Un cabezazo de Agüero que tapó un Bravo de excelentes reflejos. Y otras dos chances en la responsabilidad de los pies del mejor jugador del mundo: un tiro libre de gran oportunidad pateado a la barrera y un penal -clave para empezar a marcar diferencia en la definición- que fue a las nubes. Inexplicable.
Desde el banco de suplentes se observó la misma actitud que se reflejó en el equipo argentino en el campo de juego: se notó temor y excesivo respeto por el rival, sumado a cuestiones técnicas como jugar con doble 5 y hacer tarde los cambios correspondientes. Plena responsabilidad de Martino, que no fueron buenas decisiones. Una pena: es claro que en las anteriores fases de la Copa, la Argentina había desplegado el mejor fútbol de los últimos años. Con un Banega fantástico en toda la Copa, factor trascendental para ver al mejor Messi con la albiceleste. Y un Mascherano otra vez saliendo del nivel de la media, jugando una final por encima del nivel mostrado de sus compañeros, con juego, presión, actitud y agresividad futbolística.
El argentino es resultadista: tanto los jugadores como los hinchas apelan al resultado para calificar un torneo de "exitoso" o no. Claro, en realidad, todo se resume en un penal convertido en gol, o en un remate bien o mal ejecutado. Por centímetros o por metros. Pero hay un transfondo de todo esto, que se repite una y otra vez, y que no será fácil de resolver en este equipo. No resulta ligado a la suerte que en tres finales que totalizaron 360 minutos, un equipo tan goleador como el argentino no haya marcado ni un solo gol.
¿Quién le saca la idea de la cabeza a Messi de que Argentina no alzó la copa por su culpa? Leo es uno, pero en el equipo son once en cancha, sumado a los suplentes y el cuerpo técnico. Un cuerpo técnico que no ayuda a transmitir seguridad anímica, algo clave para un plantel campeón. Son muchos y, claro, la responsabilidad es compartida. Y el resultado tiene un final malo, porque de la cabeza no se está bien.
Esta vez, en la Copa América Centenario, Higuaín, Di María y Agüero mostraron nuevamente un pobrísimo nivel en una final. Y un Messi con aceptable juego aunque falló en momentos trascendentales. Las chances más claras del partido fueron contadas con los dedos de una mano. La inmejorable oportunidad de gol de Higuaín, que tuvo un mano a mano clarísimo con el arquero chileno vencido y el arco a su disposición, pero optó por la peor opción que fue picarla a un costado ni siquiera con dirección al arco. Un cabezazo de Agüero que tapó un Bravo de excelentes reflejos. Y otras dos chances en la responsabilidad de los pies del mejor jugador del mundo: un tiro libre de gran oportunidad pateado a la barrera y un penal -clave para empezar a marcar diferencia en la definición- que fue a las nubes. Inexplicable.
Desde el banco de suplentes se observó la misma actitud que se reflejó en el equipo argentino en el campo de juego: se notó temor y excesivo respeto por el rival, sumado a cuestiones técnicas como jugar con doble 5 y hacer tarde los cambios correspondientes. Plena responsabilidad de Martino, que no fueron buenas decisiones. Una pena: es claro que en las anteriores fases de la Copa, la Argentina había desplegado el mejor fútbol de los últimos años. Con un Banega fantástico en toda la Copa, factor trascendental para ver al mejor Messi con la albiceleste. Y un Mascherano otra vez saliendo del nivel de la media, jugando una final por encima del nivel mostrado de sus compañeros, con juego, presión, actitud y agresividad futbolística.
El argentino es resultadista: tanto los jugadores como los hinchas apelan al resultado para calificar un torneo de "exitoso" o no. Claro, en realidad, todo se resume en un penal convertido en gol, o en un remate bien o mal ejecutado. Por centímetros o por metros. Pero hay un transfondo de todo esto, que se repite una y otra vez, y que no será fácil de resolver en este equipo. No resulta ligado a la suerte que en tres finales que totalizaron 360 minutos, un equipo tan goleador como el argentino no haya marcado ni un solo gol.
¿Quién le saca la idea de la cabeza a Messi de que Argentina no alzó la copa por su culpa? Leo es uno, pero en el equipo son once en cancha, sumado a los suplentes y el cuerpo técnico. Un cuerpo técnico que no ayuda a transmitir seguridad anímica, algo clave para un plantel campeón. Son muchos y, claro, la responsabilidad es compartida. Y el resultado tiene un final malo, porque de la cabeza no se está bien.
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