El fútbol era otro. Nosotros éramos otros. Adolescentes encantados con la magia de Diego, inmediatamente sumamos nuestra adhesión al Napoli a la que ya teníamos por el Barcelona. El Milan tenía un cuadro espectacular, la Juventus desplegaba un fútbol impresionante, el Inter imponía su presencia en cualquier estadio, pero nosotros no nos subíamos a los carros triunfales, simplemente nos hicimos del Napoli por amor a él.

A mediados de los ’80 no se podía ser argentino sin ser del Napoli. Esa camiseta celeste, tan poco acostumbrada a los éxitos, nos convocaba desde la presencia de Diego. El modesto equipo del sur de Italia no proponía el mismo brillo que las grandes squadras del norte, pero tenía a Maradona, como un alquimista que podía materializar los sueños más imposibles.
Lejos estaba el periodismo en aquellos años de escuela secundaria, en los que el fútbol invadía todos los espacios de conversación. Los interminables debates entre compañeros de Boca y de River, de Independiente y de Racing, de San Lorenzo y todos los demás encontraban un nuevo punto de hermandad semanal: todos éramos del Napoli.
No había todavía televisión por cable, pero el Canal 9 de Buenos Aires transmitía cada domingo el fútbol italiano. Y entonces, muchas horas antes de que nuestros equipos salieran a la cancha, cuando el fútbol se jugaba completamente en domingo, dejábamos el desayuno familiar, la misa en la Iglesia o los paseos tradicionales: allí estábamos todos frente al televisor, como tifosi napolitanos a once mil kilómetros del estadio San Paolo esperando una gambeta, una locura de Diego, un gol para gritarlo hasta la afonía. No importaba si la emisión traía las imágenes de Milan-Udinese, allí estaríamos todos esperando que sonaran las trompetas con el anuncio “Napoli in vantaggio” para alegrarnos como si se tratase de un gol de nuestro equipo de siempre.

No había estallado la globalización, no existía internet ni había canales deportivos. La revista El Gráfico traía imágenes y reportajes exclusivos desde Italia, que leíamos y atesorábamos con devoción religiosa. Pero no era suficiente. Ahí empezaban las peripecias para conseguir el póster que nadie tenía, escribir cartas a Italia para intercambiar material con aficionados de allí, hasta que descubrimos un kiosco (solamente uno) que traía a Buenos Aires la revista Guerin Sportivo. Era carísima, pero íbamos cada semana a comprarla para tener ese material que ningún chico argentino tenía.
Aprendimos a leer en italiano gracias a esa publicación y a la necesidad de tener más de Diego, de querer estar más cerca del Napoli.
Adornábamos nuestras carpetas escolares con fotos de Guerin Sportivo, antes de “estudiar” sus páginas con muchísima más dedicación que los libros de historia y geografía. Sabíamos todo del calcio: podíamos precisar la defensa del Atalanta, decir los nombres de los 16 estadios de la Serie A, marcar al Avellino en un mapa o recordar el fixture del Empoli, el Verona o el Como. Nos transformamos en eruditos del fútbol italiano, pero especialmente del Napoli.

Aquel domingo, horas después, cada uno en la tribuna de su club de siempre, había un solo tema de conversación que sobrepasaba a Boca, Vélez o Newell’s Old Boys: Diego lo había hecho de nuevo. Así como nos había llenado de gloria en el estadio Azteca, él había llevado a la cima al humilde equipo de Nápoles para ponerlo por arriba de los poderosos del calcio. Esa victoria la sentimos como propia, como el más napolitano devoto de San Genaro. La festejamos en nuestras calles bonaerenses, como si se tratase de la Gallería Umberto I, la Via San Gregorio Armeno o la zona de Fuorigrotta, donde se alza el estadio San Paolo.
No importaba la distancia en aquellos años. La felicidad venía importada de Italia gracias a Diego Maradona, cuando todos éramos del Napoli.
1 comentario:
Cierto, en aquella época todos amábamos al Napoli. Era el equipo pequeño haciéndose grande en la todopoderosa liga italiana. Y Diego nos tenía enamorados. https://elfutbolparailustrados.blogspot.com.es/
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