martes, 29 de diciembre de 2020

El hincha, por Mempo Giardinelli

El 29 de diciembre de 1968, el Club Atlético Vélez Sarsfield derrotó al Racing Club por 4-2. A los noventa minutos de juego, el puntero Omar Webbe marcó el cuarto gol para el equipo vencedor que, diez segundos después, se clasificaba Campeón Nacional de fútbol por primera vez en su historia.


A la memoria de mi padre, que murió sin ver campeón a Vélez Sarsfield.
Por Mempo Giardinelli

-¡Goooooool de Velesárfiiiiiillllllll! -gritaba Fioravanti.

-¡Gol! ¡Golazo, carajo - saltó Amaro Fuentes, golpeándose las rodillas frente al radiorreceptor.
Había soñado con ese triunfo toda su vida. A los sesenta y cinco años, reciente jubilado de correos y todavía soltero, su existencia era lo suficientemente regular y despojada de excitaciones como para que sólo ese gol lo conmoviera, porque lo había esperado innumerables domingos, lo había imaginado y palpitado de mil modos diferentes. Nacido en Ramos Mejía, cuando todo Ramos era adicto al entonces Club Argentinos de Vélez Sarsfield, Amaro estaba seguro de haber aprendido pronunciar ese nombre casi simultáneamente con la palabra "papá", del mismo modo que recordaba que sus primeros pasos los había dado con una pequeña pelota de trapo entre los pies, en el patio de la casona paterna, a cuatro cuadras de la estación del ferrocarril, cuando todavía existían potreros y los chicos se reunían a jugar al fútbol hasta que poco a poco, a medida que se destacaban, iban acercándose al club para alistarse en la novena división. 

Ya desde entonces, su vida quedó ligada a la de Vélez Sarsfleld (de un modo tan definitivo que él ignoró por bastante tiempo), quizá porque todos quienes lo conocieron le auguraron un promisorio futuro futbolístico sobre todo cuando llegó a la tercera, a los diecisiete años, y era goleador del equipo; pero acaso su ligazón fue mayor al morir su padre, un mes después de que le prometieron el debut en Primera, porque tuvo que empezar a trabajar y se enroló como grumete en los barcos de la flota Mihanovich y dejó de jugar, con ese dolor en el alma que nunca se le fue, aunque siempre conservó en su valija la camiseta con el número nueve en la espalda, viajara donde viajara, por muchos años, y aún la tenía cuando ascendió a Primer Comisario de abordo, en los buques que hacían la línea Buenos Aires-Asunción-Buenos Aires, y también aquel día de mayo de 1931, cuando el "Ciudad de Asunción" se descompuso en Puerto Barranqueras y debieron quedarse cinco días, y él, sin saber muy bien por qué, miró largamente esa camiseta, como despidiéndose de un muerto querido y decidió no seguir viaje, de modo que desertó y gastó sus pocos pesos en el Hotel Chanta Cuatro; después vendió billetes de lotería, creyó enamorarse de una prostituta brasileña que se llamaba Mara y que murió tuberculosa, trabajó como mozo en el bar La Estrella y se ganó la vida haciendo changas hasta que consiguió ese puestito en el correo, como repartidor de cartas en la bicicleta que le prestaba su jefe.

Desde entonces, cada domingo implicó, para él, la obligación de seguir la campaña velezana, lo que le costó no pocos disgustos: durante casi cuarenta años debió soportar las bromas de sus amigos, de sus compañeros del correo; de la barra de La Estrella, porque en Resistencia todos eran de Boca o de River; y cada lunes la polémica lo excluía porque los jugadores de Vélez no estaban en el seleccionado, nunca encabezaban las tablas de goleadores, jamás sus arqueros eran los menos vencidos, y Cosso, goleador en el '34 y en el '35, Conde en el '54, Rugilo, guardavallas de la Selección (quien se había erigido como héroe mereciendo el apodo de "El León de Wembley"), eran sólo excepciones. La regla era la mediocridad de Vélez y lo más que podía ocurrir era que se destacara algún jugador, el que, al año siguiente, seria comprado, seguramente, por algún club grande. Y así sus ídolos pasaban a ser de Boca o de River. Y de sus amigos, de sus compañeros de barra.

Claro que había retenido algunas satisfacciones: en 1953, por ejemplo, el glorioso año del subcampeonato, cuando el equipo termino encaramado al tope de la tabla, solo detrás de River. O aquellas temporadas en que Zubeldía, Ferraro, Marrapodi en el arco, Avio, Conde formaban equipos más o menos exitosos. Todos ellos pasaron por la Selección Nacional: Ludovico Avio estuvo en el Mundial de Suecia, en 1958, y hasta marcó un gol contra Irlanda del Norte. Amaro había escuchado muy bien a Fioravanti, cuando relató ese partido desde el otro lado del mundo, y se imaginó a Avio vistiendo la celeste y blanca, admirado por miles y miles de rubios todos igualitos, como los chinos, pero al revés, y por eso no le importó que a Carrizo los checoslovacos le hicieran seis goles, total Carrizo era de River.

Amaro podía acordarse de cada domingo de los últimos treinta y siete años porque todos habían sido iguales, sentado frente a la vieja y enorme radio, durante casi tres horas, en calzoncillos, abanicándose y tomando mate mientras se arreglaba las uñas de los pies. Entonces, no se transmitían los partidos que jugaba Vélez, sólo se mencionaba la formación del equipo, se interrumpía a Fioravanti cada vez que se convertía un gol o se iba a tirar un penal, y al final se informaba la recaudación y el resultado. Pero era suficiente.

Todos los lunes a las seis menos cuarto, cuando iba hacia el correo, compraba El Territorio en la esquina de la Catedral y caminaba leyendo la tabla de posiciones, haciendo especulaciones sobre la ubicación de Vélez, dispuesto a soportar las bromas de sus compañeros, a escuchar los comentarios sobre las campañas de Boca o de River.

Genaro Benítez, aquel cadetito que murió ahogado en el río Negro, frente al Regatas, siempre lo provocaba:

-Che, Amaro, ¿por qué no te hacés hincha de Boca, eh?
-Calláte, pendejo -respondía él, sin mirarlo, estoico, mientras preparaba su valija de reparto, distribuyendo las cartas calle por calle, con una mueca de resignación y tratando de pensar en que algún día Vélez obtendría el campeonato. Se imaginaba la envidia de todos, las felicitaciones, y se decía que esa sería la revancha de su vida.

No le importaba que Vélez tuviera siempre más posibilidades de ir al descenso que de salir campeón. Cada año que el equipo empezaba una buena campaña, Amaro era optimista, y se esforzaba por evitar que lo invadiera esa detestable sensación de que inexorablemente un domingo cualquiera comenzaría la debacle, la que, por supuesto, se producía y le acarreaba esas profundas depresiones, durante las cuales se sentía frustrado, se ensimismaba y dejaba de ir a La Estrella hasta que algún buen resultado lo ayudaba a reponerse.

Un empate, por ejemplo, sobre todo si se lograba frente a Boca o a River, le servía de excusa para volver a la vereda de La Estrella y saludar, sonriente, como superando las miradas sobradoras, a los integrantes de la barra: Julio Candia, el Boina Blanca, el Barato Smith, Puchito Aguilar, Diosmelibre Giovanotro y tantos otros más, la mayoría bancarios o empleados públicos, solterones, viudos algunos, jubilados los menos (sólo los viejitos Ángel Festa, el que se quejaba de que en su vida nunca había ganado a la lotería, aunque jamás había comprado un billete; y Lindor Dell'Orto, el tano mujeriego que fue padre a los cincuenta y siete años y no encontró mejor nombre para su hija que Dolores, con ese apellido), pero todos solitarios, mordaces y crueles, provistos de ese humor acre que dan los años perdidos.

En ese ambiente, Amaro no desperdiciaba oportunidad de recordar la historia de Vélez. Podía hablar durante horas de la fundación del club, aquel primero de enero de 1910, o evocar el viejo nombre, que se usó hasta el '23, y ponerse nostálgico al rememorar la antigua camiseta verde, blanca y roja a rayas verticales, que usaron hasta el '40 y que todavía guardaba en su ropero.

No le importaban las pullas, el fastidio ni los flatos orales con que todos, en La Estrella, acogían sus remembranzas. Como sucedió en el '41, cuando Vélez descendió de categoría y Diosmelibre sentenció "Amaro, no hablés más de ese cuadrito de Primera B", y él se mantuvo en silencio durante dos años, mortificado y echándole íntimamente la culpa al cambio de camiseta, esa blanca con la ve azul, a la que odió hasta el '43, una época en la que las malas actuaciones lo sumieron en tan completa desolación que hasta dejó de ir a La Estrella los lunes, para no escuchar a sus amigos, para no verles las caras burlonas.
Pero lo que más le dolía era sentirse avergonzado de Vélez. Tan deprimido estuvo esos años, que en el correo sus superiores le llamaron la atención reiteradamente, hasta que el señor Rodríguez, su jefe, comprendió la causa de su desconsuelo. Rodríguez, hincha de Boca y hombre acostumbrado a saborear triunfos, se condolió de Amaro y le concedió una semana de vacaciones para que viajara a Buenos Aires a ver la final del campeonato de Primera B.

Era un noviembre caluroso y húmedo. Amaro no bajaba a la Capital desde aquella mañana en la que abordó el "Ciudad de Asunción", rumbo al Paraguay, para su último viaje. La encontró casi desconocida, ensanchada, más alta, más cosmopolita que nunca y casi perdida aquella forma de vida provinciana de los años veinte. No se preocupó por saludar al par de tías a quienes no veía desde hacía tanto tiempo, y durante cinco días deambuló por el barrio de Liniers, recordando su niñez, rondando la cancha de Villa Luro, y el viernes anterior al partido fue a ver el entrenamiento y se quedó con la cara pegada al alambrado, deseoso de hablar con alguno de los jugadores, pero sin atreverse. Le pareció, simplemente, que estaba en presencia de los mejores muchachos del mundo, imaginó las ilusiones de cada uno de ellos, los contempló como a buenos y tiernos jóvenes de vida sacrificada, tan enamorados de la casaca como él mismo, y supo que Vélez iba a volver a Primera A.

Aquel domingo, en el Fortín, las tribunas comenzaron a llenarse a partir de las dos de la tarde, pero Amaro estuvo en la platea desde las once de la mañana.

El sol le dio de frente hasta el mediodía y el partido empezó cuando le rebotaba en la nuca y él sentía que vivía uno de los momentos culminantes de su existencia. Se acordó de los muchachos del correo, de la barra de La Estrella, de todos los domingos que había pasado, tan iguales, en calzoncillos, pendiente de ese equipo que ahora estaba ante sus ojos.

Le pareció que todo Resistencia aguardaba la suerte que correría Vélez esa tarde. De ninguna manera podía admitir que alguno deseara una derrota. Lo cargaban, sí, pero sabía que todos querrían que Vélez volviera jugar en la A al año siguiente.

Miró el partido sin verlo, y lloró de emoción cuando el gol del chico ése, García, aseguró el triunfo y el ascenso de Vélez. Y cuando salió del estadio tenía el rostro radiante, los ojos brillosos y húmedos, las manos transpiradas y como una pelota en la garganta; pero la pucha Amaro, un tipo grande, se dijo a sí mismo, meneando la cabeza hacia los costados, y después pateó una piedra de la calle y siguió caminando rumbo a la estación, bajo el crepúsculo medio bermejo que escamoteaban los edificios, y esa misma noche tomó La Internacional hacia Resistencia.

Desde entonces, cada domingo, Amaro se transportaba imaginariamente a Buenos Aires, era un hombre más en la hinchada, revivía la tarde del triunfo, se acordaba del pibe García y lo veía dominar la pelota, hacer fintas y acercarse a la valla adversaria. Y todas las tardes, en La Estrella, cada vez que se discutía sobre fútbol, Amaro recordaba:
-Un buen jugador era el pibe García. Si lo hubiesen visto. Tenía una cinturita...
O bien:
-¿Una defensa bien plantada? Cuando yo estuve en Buenos Aires...

Y cuando los demás reaccionaban:
-¡Qué me hablan de Boca, de River, de tal o cual delantera, si ustedes nunca los vieron jugar!
A medida que fueron pasando los años, Amaro Fuentes se convirtió en un perfecto solitario, aferrado a una sola ilusión y como desprendido del mundo. La vejez pareció caérsele encima con el creciente malhumor, la debilidad de su vista, la pérdida de los dientes y esa magra jubilación que le acarreó una odiosa, fatigante artritis y el reajuste de sus ya medidos gastos. Como nunca había ahorrado dinero, ni había sentido jamás sensualidad alguna que no fuera su amor por Vélez Sarsfield, su vida continuó plena de carencias y nadie sabía de él más que lo que mostraba: su cuerpo espigado y lleno de arrugas, su pasividad, su estoicismo, su mirada lánguida y esa pasión velezana que se manifestaba en el escudito siempre prendido en la solapa del saco, más con empecinamiento que con orgullo porque carajo, decía, alguna vez se tiene que dar el campeonato, ese único sobresalto que esperaba de la vida monótona, sedentaria que llevaba y que parecía que sólo se justificaría si Vélez salía campeón. Y quizás por eso aprendió a ver la esperanza en cada partido, confiado en que su constancia tendría un premio, como si alcanzar el título fuera una cuestión personal y él no estuviera dispuesto a morir sin haberse tomado una revancha contra la adversidad porque, como se decía a sí mismo, si llevé una vida de mierda por lo menos voy a morirme saboreando una pizca de gloria.

Casualidad o no, la campaña de Vélez Sarsfield en 1968 fue sorprendente. Tras las primeras confrontaciones, Amaro intuyó que ése sería el esperado gran año. Desde poco después de la sexta fecha, la escuadra de Liniers se convirtió en la sensación del torneo, y las radios porteñas comenzaron a transmitir algunos partidos que jugaba Vélez, en los clásicos con los equipos campeones, lo que para Amaro fue una doble satisfacción, puesto que también sus amigos tenían que escuchar los relatos y sólo se sabía de Boca o de River por el comentario previo o por la síntesis final de la jornada, como antes ocurría con Vélez, y éstas si son tardes memorables, gran siete, pensaba Amaro mientras tomaba un par de pavas de mate y hasta se cortaba los callos plantales, que eran los más difíciles, confiado en que sus muchachos no lo defraudarían.

Era el gran año, sin duda, y la barra de La Estrella pronto lo comprendió, de modo que todos debían recurrir al pasado para sus burlas. Pero a Amaro eso no le importaba porque le sobraban argumentos para contraatacar: los riverplatenses hacía diez años que salían subcampeones, los boquenses estaban desdibujados, y todos envidiaban a Willington, a Wehbe, a Marín, a Gallo, a Luna y a todos esos muchachos que eran sus ídolos.

-Goooooooool de Velesárfiiiiiilllllll!
La voz de Fioravanti estiraba las vocales en el aparato y Amaro, llorando, sintió que jamás nadie había interpretado tan maravillosamente la emoción de un gol. Vélez se clasificaba, por fin, campeón nacional de fútbol, tras cumplir una campaña significativa: además de encabezar las posiciones, tenía la delantera más positiva, la defensa menos batida, y Carone y Wehbe estaban al tope de la tabla de goleadores.
Pocos segundos después de ese cuarto gol, cuando Fioravanti anunció la finalización del partido, Amaro estaba de pie, lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos. Dio la tan jurada vuelta olímpica alrededor de la mesa, corrió hacia el ropero, eligió la corbata con los colores de Vélez y su mejor traje y salió a la calle, harto de ver todos los años, para esa época, las caravanas de hinchas de los cuadros grandes, que recorrían la ciudad en automóviles, cantando, tocando bocinas y agitando banderas.
Caminó resueltamente hacia la plaza, mientras el crepúsculo se insinuaba sobre los lapachos y las cigarras entonaban sus últimas canciones vespertinas, y frente a la iglesia se acercó a la parada de taxis, eligió el mejor coche, un Rambler nuevito, y subió a él con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.

-Hola, Amaro -saludó el taxista, dejando el diario.
-A recorrer la ciudad, Juan, y tocando bocina -ordenó Amaro- Vélez salió campeón.
Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer, y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez, en todo caso, se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia.

Cuando llegaron a la cuadra de La Estrella, Amaro vio que la barra estaba en la vereda, ya organizada la larga mesa de habitués que los domingos al anochecer se reunían para comentar la jornada. Y vio también que cuando descubrieron al Rambler en la esquina, con la solitaria banderita asomándose por la ventanilla se pusieron todos de pie y empezaron a aplaudir.

-Más despacio, Juan, pero sin detenernos -dijo Amaro mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, libremente, como gotas de lluvia, y los aplausos de la barra de La Estrella se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de diciembre sólo para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado su vida a esperar un campeonato, y hasta alguno gritó viva Vélez carajo y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa.
Dejó colgado el banderín en el picaporte del lado de afuera, y entró en silencio. Hacía unos minutos que su corazón se agitaba desusadamente. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Amaro supo que necesitaba acostarse. Lo hizo, sin desvestirse, y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas desde Buenos Aires, relataba las alternativas de los festejos en las calles de Liniers.
Amaro suspiró y enseguida sintió ese golpe seco en el pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, pero sólo alcanzó a ver que lo muebles se esfumaban, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield.


Mempo Giardinelli nació en 1947 en Resistencia, Chaco. Es escritor y periodista. Sus principales obras son: La revolución en bicicleta (novela, 1980), El cielo con las manos (novela, 1981), Vidas ejemplares (cuentos, 1982), Luna caliente (Premio Nacional de Novela en México, 1983), Qué solos se quedan los muertos (novela, 1985), El castigo de Dios (cuentos, 1994), Santo oficio de la memoria (novela, VIII Premio Internacional Rómulo Gallegos, 1993) e Imposible equilibrio (novela, 1995). Fundó y dirigió la revista Puro Cuento entre 1986 y 1992. Sus obras han sido traducidas a una docena de lenguas.

Escucha "El hincha" en la maravillosa narración de Alejandro Apo: El hincha

lunes, 28 de diciembre de 2020

Racing 2001: Misión cumplida

Artículo publicado en la revista La Primera, en diciembre de 2001.
Por PABLO ARO GERALDES


Volviendo de México con la Copa del Mundo acunada en sus brazos, Diego Maradona le confesaba a El Gráfico que aquel trofeo “era mejor cuando lo soñaba”, que tras llegar a la cima que desde pibe se había propuesto alcanzar, lo había invadido una sensación de vacío, una impresión de “¿y ahora qué?”.

Con este campeonato ganado por Racing pasa algo parecido. Durante estas décadas de frustraciones se fue forjando una identidad racinguista fundada en el sufrimiento o, lo que tiene más valor, en la actitud inclaudicable ante ese tormento que cada temporada iba in crescendo, como si las cargadas, las ilusiones abortadas y los pesares repetidos templasen especialmente el alma de los hinchas. Lejos de repudiar ese dolor, la gente de Racing hizo de su desgracia una bandera. Una conmovedora bandera de aguante.

“¿Viviré para volver a verlo campeón?”, era el sentimiento común de los hombres entrados en años. “¿Sabré un día lo que es dar una vuelta olímpica?”, se preguntaban los de treinta y pico. Pero lo que es curioso, esa misma resignación aparecía en los jóvenes, que lejos de dejarse vencer por el desaliento, se sumaban a una tribu donde ser de Racing se iba convirtiendo en un sinónimo de amor sin intereses, de entrega a puro sentimiento. “Si volviera a nacer, de nuevo sería de Racing”, juraba una pancarta portada por unos adolescentes, vírgenes de toda alegría arrimada por su club.
Parados: Loeschbor, Maciel, Úbeda, Campagnuolo,
Barros Schelotto, Chatruc.
Agachados: Bedoya, Vitali, Estévez, Maceratesi
y Bastía.

Pero el título conseguido les cambió los papeles. Puso fin a más de 34 años de pesares. La última alegría había llegado desde Montevideo, con la conquista de la Copa Intercontinental, el 4 de noviembre de 1967.

Cuando la meta se cumple hay que buscar otra, un nuevo norte hacia el cual seguir caminando. Y tras esta larga apología del sufrimiento, la inmensa banda racinguista abrió los cofres del optimismo y plantó una bandera, un poco en broma y un no tan poco en serio: “Tokio 2003”.

“El músculo del sufrimiento que nuestros hinchas tanto ejercitaron debe estar más que a punto a partir de ahora. A no relajarse, porque todos los rivales ahora nos van a jugar a muerte. Ya ninguno nos va a mirar con simpatía pensando que ojalá algún día salgamos campeones”, advertía Fernando Marín, presidente de Blanquiceleste S.A., la empresa que tomó el gerenciamiento del fútbol del club. Así será, seguramente. Se terminaron 35 años de fracasos, con 70 técnicos diferentes que no dieron en la tecla, con frustraciones renovadas, con abatimientos repetidos. En el medio, el paso por la B, las misas, los exorcismos de la cancha, las caravanas de la esperanza.

Paso a paso, como solía decir al técnico Reinaldo Merlo, se hizo el milagro. “Yo no tenía nada que ver con Racing, pero igual debí cargar, como todos los jugadores, con la mochila de tantos años sin títulos. Ahora me van a contratar de cualquier equipo que necesite salir de una mala”, resumía Mostaza. Quizá, como prometía la hinchada, se venga la estatua de Merlo.

Es verdad que desde lo estético este Racing estuvo lejos de ser brillante y no pudo soltar el festejo contenido hasta el último minuto del Apertura, pero esa es otra constante de los sufridos, casi una manera masoquista de gozar el triunfo. Es verdad que los errores arbitrales que lo favorecieron fueron muchos más que los que lo perjudicaron, pero ni así acumuló una ventaja tranquilizadora. Es verdad que tras las administraciones caóticas, la quiebra y el fideicomiso, la llegada de Blanquiceleste S.A. era bien vista por el establishment futbolístico, que destaca en esta vuelta olímpica de Chatruc, Estévez y compañía el éxito de la mano privada antes que el de Racing, y desea que el ejemplo cunda.

Todo esto es verdad, pero qué les importa. Con el grito final del gol de Loeschbor llegó el momento del abrazo sin tiempo. Se cruzaron las gambetas de Corbatta con la lucha a corazón abierto de Gustavo Costas. La elegancia de Federico Sacchi se mezcló con el temple del Coco Basile; Tucho Méndez reapareció para sumarse al festejo de Perfumo, Cejas, Maschio, el Panadero Díaz... Todos.

Ya no habrá ni cargadas, ni subestimación, ni simpatía. Para Racing empieza una nueva era. La era de reencontrarse con su grandeza.


domingo, 27 de diciembre de 2020

Marcelo Gallardo, el nuevo Príncipe de Mónaco

En el fútbol francés el Muñeco no sufrió ningún proceso de adaptación. De arranque la rompió y se convirtió en figura del campeonato.

Entrevista publicada en la revista El Gráfico, en enero de 2000.

En Mónaco todo parece funcionar a la perfección. Una exclusiva y saludable perfección. Salvo las ruletas del casino de Montecarlo, nada queda librado al azar en el principado. Pero cuando dos sábados por mes una 15.000 personas ocupan las plateas del estadio Louis II para ver al Mónaco, aguardan lo inesperado: una gambeta, una pegada estupenda, la jugada que desconcierta y atrapa.

Y saben que más allá del talento colectivo de un equipo que se escapa solo en búsqueda de su séptimo título de liga, esa chispa de sorpresa la puede encender Marcelo Daniel Gallardo. El mismo Muñeco que hoy tiene 24 años y que brilló en River Platees el que actualmente está considerado como el mejor jugador del campeonato francés. Así lo interpreta el público y el periodismo que lo elogian en cada partido.

Mientas las publicaciones France Football y L'Equipe lo eligieron "mejor jugador de la primera rueda", la revista Onze entiende que es el más digno heredero de Maradona y también lo comparó con Michel Platini y Zinedine Zidane, los más grandes número 10 de la historia del fútbol galo.

Sinceramente, por un lado me halaga que la prensa reconozca de esta manera lo que estoy haciendo -comenta Gallardo-; pero también sé que las comparaciones son difíciles, porque nombran a grandes monstruos. Una buena crítica siempre es favorable, pero la tomo con cuidado.

¿Y la adaptación? ¿Al final es un verso de quienes empiezan mal?
Uno viene con muchas expectativas a un medio desconocido. Las cosas me salieron bien de entrada y no tuve muchos problemas de presiones. Llegar y encajar enseguida en el grupo me dio una seguridad bárbara. Es una cuestión de confianza. Todos me dijeron que para un extranjero no es fácil conseguir semejante reconocimiento del público y el periodismo en la primera temporada.

¿El campeonato francés es de segundo orden en Europa?
Por ahí el francés es menos apasionado que el argentino, el español, el italiano o inglés, pero su fútbol ha crecido mucho en estos años. Y más aún después del Mundial que organizaron y ganaron. Eso le dio un impulso muy fuerte al campeonato. Quizás es verdad que el fútbol no se vive con la misma pasión que en la Argentina, pero respeto el club y el país al que vine a jugar.

¿Por que a pesar de recibir varias ofertas elegiste Francia?
Mónaco se presentó en el momento justo. River ya había decidido venderme. Los dirigentes estuvieron de acuerdo y pensé que ésta era la oportunidad de venir a Europa y no podía dejarla pasar. Además llegué a Francia sin conocer del país ni del fútbol. Y mi objetivo era crecer.

Crecimiento. Esa es la palabra que define el paso de Gallardo por el Principado de Mónaco. Él se siente un jugador más completo y el equipo lo respalda: en 22 fechas marcha con 10 puntos de ventaja sobre Paris Saint-Germain, Auxerre y Lyon. También está en octavos de final de la Copa UEFA.
Aprovechando que el sábado 22 de enero no hubo fecha por el campeonato, porque se jugaban partidos por la Copa de Francia, el Muñeco paró unos diez días para recuperarse de una inflamación en el pubis.

–¿Qué tipo de fútbol quieren los hinchas?
Los pocos que van a ver al Mónaco, porque el estadio nuestro nunca está lleno, son de un gusto muy especial. Muy parecido al que tuvo River en toda su historia. Y ellos piden buen fútbol. Por suerte yo me encontré con un buen equipo, en el que la prioridad es salir a buscar los partidos de entrada, sin especular. Por lo general en Europa cuando se juega de visitante todos los equipos se tiran atrás y esperan para salir de contraataque. Pero el Mónaco no. Nos movemos igual adentro o afuera.

–¿Cómo se paran tácticamente?
–Con dos volantes de contención: Da Costa y Lamouchi. Y dos de creación: Giuly y yo, aunque mi posición cambió un poco. Tengo libertad para moverme pero cuando no tenemos la pelota debo volver al sector izquierdo, por lo menos para achicar espacios. En Francia es difícil ver a un enganche. Yo soy más bien un carrilero por izquierda. Arriba están Trezeguet y Marco Simone, que ya metieron 28 goles en el campeonato. Además tenemos la defensa menos vencida.

–¿Los diez como vos son una especie en extinción?
–En esta época los sistemas parecen estar por encima de las individualidades y muchas veces se desaprovecha el talento. Ahí es donde desaparecen esos jugadores clásicos. El fútbol europeo es más físico y más táctico que el argentino.

–¿Qué jugadores de tus características te gustan?
–De los argentinos, Riquelme y Aimar. Juan Román es un típico enganche y Pablo me encanta, aunque es más media punta. De los extranjeros, Rivaldo, el jugador más completo del mundo: tiene pegada, gambeta, cabezazo, es goleador, tiene todo. Otro que la rompe es Zidane.


Limusinas interminables, casinos y yates. Jet set, champagne, glamour y el poder del dinero. Es una breve postal de Mónaco. Un mundo de sueños en el que es fácil olvidar los orígenes humildes, la barriada trabajadora, los amigos de siempre. Pero Gallardo no se deja encandilar por las luces de los hoteles lujosos y el trato con el príncipe Alberto.

–Vengo de un país en el que nos acostumbramos a la desprolijidad, la desorganización. Acá todo funciona diez puntos y quejarte por algo es imposible. Todo parece una fantasía. La vida en Mónaco es un poco la irrealidad. No pasa nada que no esté previsto. Por un lado lo disfruto mucho, pero no me olvido las cosas que nos pasan en la Argentina, como por ejemplo la inseguridad y otros problemas que aquí no existen. Estoy con Alejandra, mi esposa, y mi hijo Nahuel. Y mientras vivamos en Mónaco vamos a aprovechar todas las ventajas que tenemos.

–Pero como jugador, ¿qué vida hacés?
–Es que pasé de un extremo a otro. De crecer en un equipo tan grande como River donde el calor de la gente se siente también en la calle, llegué a Montecarlo donde es todo lo contrario. Puedo salir a caminar con una tranquilidad imposible de imaginar en Buenos Aires. Nadie me molesta. Me reconocen, pero voy por la calle como si nada. No me persiguen por un autógrafo o una foto. Y cuando se acercan, sobre todo los chicos, lo hacen con un respeto increíble.

–¿Qué extrañás?
–Muchas cosas, principalmente a mis afectos. Y la pasión por el fútbol, porque en Mónaco lo toman como un espectáculo más. Digo en Mónaco y no en Francia, porque en el resto del país son más calientes con el fútbol. Pero tengo Internet en mi casa y estoy mucho tiempo en contacto con la Argentina, leo los diarios, las noticias, todo. Y me traje el juego de mate completo. Las costumbres siguen siendo las mismas; sólo cambia el entorno. En un principio la ayuda de David Trezeguet me facilitó la adaptación y ahora estoy con un profesor de francés, porque el año pasado me comunicaba de puro guapo. Leo y entiendo cuando me hablan; lo complicado es pronunciar.

Monaco a 100 por hora.
–¿Conociste al príncipe Alberto?
–Sí, aunque no en forma particular. El está en todos los partidos que jugamos de local. Es un viejo seguidor del fútbol. Pero ojo, le gusta que lo traten como a uno más. Hasta parece sencillo en el trato. Por ahora está todo bien porque el equipo responde. Lo que espero es no tener que verlo algún día pateando la puerta del vestuario.

–¿Hablás con los argentinos que juegan en Francia o te mantenés distante?
–Al Toto Berizzo lo tenía cerca en Marsella, pero no tuvimos tiempo de vernos. En la cancha me crucé con Bustos, Zavagno, Fabbri.. Pero no nos visitamos. En cambio con los muchachos de River sigo hablando.

–¿Estabas al tanto que del equipo tricampeón no quedó nadie?
–Sí, ya me di cuenta. Lo charlaba hace unos días con Leo Astrada cuando él se estaba por ir a Brasil. Tenemos una relación muy buena y nos fijábamos en ese detalle. Es extraño, porque fue una etapa brillante para el club, para los hinchas, para nosotros.

No puede evitar la sonrisa, entre irónica y dolida, que interrumpe el diálogo por unos segundos. Pero no quiere nombrar a Ramón Díaz ni a los dirigentes, responsables de este recambio.

–Estas cosas ocurren y las etapas pasan. Hoy River formó un equipo que con el tiempo puede armar algo parecido a ese plantel tricampeón. Acá hay un canal de cable que los martes pasa los partidos y los sigo.

–¿Sabías que Hernán Díaz pudo volver a River y el Pelado le bajó el pulgar?
–Sí, me enteré. Lo que le hicieron a Hernán fue una falta de respeto a su trayectoria, a los años que le brindó a River. Es un tipo que siempre iba al frente, el primero que ante cualquier estupidez salía a al cancha a tirar para adelante dejando de lado versiones malintencionadas. Es un ejemplo. Como compañero y como tipo se le faltó el respeto.

–¿Fue al único al que se le faltó el respeto?
–No. Lo nombro porque es una persona admirable, pero además tengo contacto con Astrada, con la Bruja Berti, con Berizzo, con Sorín y con Ortega, que está en Parma. Si algo tenemos que recordar son los momentos gloriosos de esos años, porque fueron muchas más las alegrías que las tristezas.

En Francia es “Galagdó”; ya no el Muñeco: “La traducción de Muñeco sería Poupée, pero no suena muy macho; así que prefiero lo de Galagdó”, aclara con cierto pudor. Parece un tipo feliz. La nostalgia camina por otro lado.